Margot



Margot era mi costurera. Vivía en mi calle, en la zona media. Esa calle tenía tres tramos bien diferenciados y lo que ocurría en alguno de ellos era impermeable al resto. Era una calle muy especial. Ahora ya no lo es. Se han remodelado casas, se han levantado algunos bloques de pisos y se ha cerrado su acceso a la carretera de la Estación. Otra calle diferente, que nunca visito, que no quiero ver, como decía el poeta. Tiempo cerrado, paisaje clausurado. 

Margot era coja. Directamente coja. El defecto de su pierna era muy llamativo, se notaba inmediatamente, no solo de pie, sino sentada. Se sentaba de una forma peculiar, con una pierna estirada y la otra doblada, rarísimo. Las niñas íbamos a su taller a probarnos ropa y la mirábamos insistentemente. Supongo que estaría acostumbrada. Tenía muy mal genio. Todos decían que era una mujer "rara". No te jode, pensaba yo. Claro que tiene que ser rara. Está todo el día en esta sala con ventana a la calle, rodeada de aprendices que no se enteran de lo que les va indicando ella. No tiene novio, ni marido, ni lo tendrá nunca. No tiene hijos, solo sobrinos que son un verdadero sufrimiento para ella, porque han salido díscolos y poco trabajadores. ¿Cómo iba a estar Margot? Amargada, eso seguro. 

Cosía muy bien. Mi madre lo decía siempre con sus propias palabras, en tono y vocabulario gaditanos: "Es una costurera muy curiosa (eso significa, en nuestro argot, que era cuidadosa), muy aseada en su trabajo y pone muy bien los cuellos y las mangas". Mi madre, entendida en la aguja, era hipercrítica, observaba con detalle el trabajo que nos hacía y discutía con ella cuando era menester. Confieso que no me gustaba ir a hacerme vestidos al taller de Margot. Ni me gustaban los trajes que me hacía. Eran demasiado tiesos, demasiado puestos. En cuanto tuve doce o trece años me zafé de su tiranía y decidí darme a los pantalones y las blusas, pasando de alta costura. Como decía mi madre, a partir de los catorce, además, me dediqué a ahorrar toda la tela posible: minifaldas a más no poder. Enseñar piernas. 

En una ocasión, Margot me hizo un vestido especial. Yo tenía doce años, así que sería uno de los últimos. Era de cuadritos, en tonos tierra. Los tonos tierra no me sientan bien así que no sé a quién se le ocurrió esa idea. Tenía la manga larga y unos botones que parecían capiruchos de helado. Y una amplia falda de capa con la que podías dar la vuelta sobre ti misma y bailar si querías. Pero no era un traje para bailar, sino que se trataba de un traje para los días de fiesta. Tenía un problema insoluble. Picaba. La tela me picaba. Mi madre se negó a que fuera verdad mi queja. Si ella decía que la tela no picaba, es que no picaba. Así era ella. Decidida para todo y conocedora de las pieles de todo quisque. El concepto que tenia de mí no ayudaba. Pensaba que yo era una niña muy delicada, que se quejaba de todo y que quería hacer siempre su santa voluntad. Mi santa voluntad. Tenía un poco de razón. Pero el traje picaba. 

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