Moda para escritores


Los escritores son gente presumida. No puede ser de otra forma en un oficio que está volcado al exterior. Soledad, sí, para escribir. Mucha introspección. Pero luego, todo eso salta a la luz, se esparce por el mundo, gira en derredor y se muestra a los ojos de todos. Un escritor sin lectores no existe. Porque la escritura es un paso de baile a dos. Un dueto musical. Un diálogo. Un encuentro. Siempre que hay un lector ha existido antes un escritor. 

Bien. Pues esta propensión al exhibicionismo, a la ostentación intelectual y emocional, tiene que dar, por fuerza, especímenes preocupados por su aspecto físico. Me diréis que hay excepciones y las hay, desde luego, como en toda generalización, pero, si observáis la Historia de la Literatura incluso la Literatura de andar por casa, veréis como la mayoría de ellos son gente muy dispuesta a la coquetería. Hablamos de los hombres. 

No hace falta remontarse al nacimiento de la escritura, ni a los tiempos clásicos (aunque ahí se podría hablar, y mucho, de elegancia). Ni siquiera a los pobres monjes medievales, todo el día copiando y copiando para que no se perdiera nada. Ni a los renacentistas, ese paradigma de todo lo bello y de todo lo humano. No. Tampoco debemos perdernos en los intríngulis románticos, con el sobrino de mi amigo Mesonero, vestido de negro y deambulando por los cementerios. O con Larra, haciendo de las suyas en todas las tiendas de moda de Madrid. 

No será necesario, os lo aseguro, darse una vuelta por los viajeros o por los Dumas de la France, o por los ingleses en la India, con sus plumas aceradas, o por los de la época Regencia, o por los afrancesados españoles, o los escritores criollos. Por supuesto, será innecesario parar en la Edad de Plata y contemplar las jugarretas y bromas que un elegante por antonomasia, Pepín Bello, gastaba a sus congéneres surrealistas y, metódicamente estrafalarios, residentes. 

Con solo mirar los últimos años de nuestra historia literaria podemos colegir de qué estamos hablando y hacer así un retrato robot del escritor elegante. Dos palabras que son casi sinónimas, creedme. 

Fijaos que yo los veo llevando un buen traje o, en su defecto y para menos vestir, un pantalón de calidad con una chaqueta a juego, mejor en tonos neutros, tierras o grises. Con su chaleco, por supuesto, su buena camisa con gemelos y su cuello abrochado con corbata. En ocasiones, un pañuelo puede sustituirla. Hermés o Loewe, apunto. Desde luego, un foulard o bufanda a modo, en tiempos fríos, que la garganta escritoril guarda secretos delicados. Los escritores, como sabéis, se cuidan más que las divas del bel canto. Por eso hablan tan bajito y se oyen tanto a sí mismos. 

Zapatos de cordones, oscuros, mejor negros y calcetines al tono, no hace falta decirlo. Abrigos, desde luego. Amplios, incluso gabardinas en determinado tiempo. No los veo con anoraks, ni perfectos, ni cazadoras de cuero, dejemos esas fruslerías para otros gremios. Bastón, si se tiene ya una edad. Incluso si no se tiene. Sombrero panamá en verano, comprado, a ser posible, en una buena sombrerería andaluza y sombrero de pura lana en invierno, mejor gris, que es color que compadece bien con el color del rostro, algo macilento, del escritor, acostumbrado a horas de ordenador en interiores llenos de libros y de pesados compromisos lingüísticos. 

Clásico en todo, puede a veces tener la tentación de usar capa española. Un esmóking es prenda indispensable en su ropero, pues seguro que a veces alterna con gente de importancia y alquilarlo es cosa de medio pelo. Pajarita negra, camisa de jaretas con pequeños botones. Preciosos gemelos heredados si es posible (si no, los compra uno donde mejor pueda). 

Sin embargo, dado que el escritor es un ser camaleónico, puede crear personajes, meterse en la piel de otros y, al fin, hacer su santa voluntad con la historia que escribe, ocurre que en ocasiones se siente deseoso de bohemia, se va al Café Gijón por mentar un modelo y se viste a tono con la diletancia más dilecta. Por ejemplo, cachemir, camisa a cuadros o de rayas finitas, voluminoso abrigo envolvente (los escritores son seres muy frioleros, puesto que su cabeza siempre está dando vueltas a alguna idea) pantalones de pana tipo socialista emergente e, incluso, por no desentonar, bota marrón de estilo campesino. Bien, estas son excepciones, que nadie se me enfade. También los hay que viven aparcados en el sesenta y ocho, pero ese es otro tema que mejor no tocarlo, porque tendríamos que hablar de los sans cravate. 

Dado que el escritor quiere sentirse viejo desde que nace, porque sospecha que eso le aporta encanto, es corriente en ellos abominar de los sitios de moda, de las playas, saraos, discotecas y demás eventos de esta vida mundana, por lo cual en su fondo de armario no hay ninguna bermuda, ni playera, ni bolsitos de llevar al costado, ni chanclas malagueñas, ni gorritas, ni mochilas al uso, ni, por supuesto, camisas de manga corta, el colmo de lo hortera. 

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