Aspiro a inspirar


(Foto: Nadia Lee Cohen) 

He tomado el título de una amiga escritora, ella sí, con todos sus avíos, libros, guiones, cosas publicadas en papel, como Dios manda en suma. Ella es Lea Vélez. Su nombre es esperanza. Y la foto, de una artista de la imagen, Nadia Lee Cohen. Genialísima. Dotada de una mirada única. Mirad, si no, esta escena. Esa preciosa chica detrás de la nube de humo, escote sin pudor y mirada interrogante. Las revistas de moda que acaba de hojear y el teléfono descolgado. Ese teléfono dice tantas cosas. Dice que alguien estaba detrás, al otro lado de la línea. Dice que aquí hay sentimientos, de odio, de amor, de desamor, de abandono. Dice que la preciosa chica no tiene nada claro. Habla de dudas. La duda es siempre un arma arrojadiza. 

He tomado el título de una amiga escritora y uso la foto de una fotógrafa acreditada y lo hago para reconocer que no soy sino alguien que está sentada en un ordenador una mañana fría y que, en medio del sigilo con que cubre su vida de ordinario, abre un cajón lleno de palabras y las esparce aquí, en Internet, queriendo decir algo que, de otra manera, no se quedaría dicho. Es la esencia de las cosas la que surge del hielo de las horas que pasan inclementes. Es, también, una forma de rebeldía total. Escribo porque quiero y nadie va a decirme que no escriba. Nadie me va a expulsar del territorio que elegí argumentando que soy una aficionada que ni siquiera escribe con oficio. Nadie me va a explicar qué es lo que siento, ni qué es lo que atribuyo a mis palabras, ni nadie va a venirme contando lo que pienso, ni lo que busco, ni lo que hallé y perdí. 

Aspiro a inspirar como las rosas conservan su olor sin darse cuenta. Aspiro que haya alguien, en algún lugar, en algún sitio, en ese momento indeciso de la tarde entreabierta, que lea algunas palabras y, tras ello, sonría cómplice o se busque un buen libro o comente una cosa a un ser querido, o lo sienta en sí misma, o lo descubra, o, en todo caso, llore con lágrimas que tengan más sentido. 

Aspiro a inspirar, en mí misma, la dulce aceptación del paso de las horas. La tibieza de saber que, limpiamente, sin artificios y sin fuegos fatuos, he entendido el mensaje de la vida. Y vivo. Y por eso lo escribo a cada instante.

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