Carolina


Todos la querían. Los chicos, sin excepción, estaban enamorados de ella. Las muchachas la adoraban, se fijaban en sus peinados, sus vestidos, sus collares y sombreros. Era la referencia, el icono, la imagen, la idea incluso. Para todos era, simplemente, Carolina. No necesitaba más apellidos ni más títulos. Era una diosa que los alumbraba con un resplandor único, que no cesaba. 

En las pandillas había varias generaciones que convivían sin problemas. Diferencias de edad, hermanos que se iban sumando, escalones que se saltaban y que heredaban los mismos gustos y aficiones. Los más pequeños imitaban a los mayores. También ocurría esto en el universo esencial de los primos, esos familiares que llegan a convertirse en el sonido de tu canción del verano. Te enamoras de un primo o de varios y tus primas son, por antonomasia, tus mejores amigas. 

En ese mundo abigarrado de chavales, Carolina era lo más. Las revistas del corazón o de moda la traían continuamente en su portada y el comentario sobre su vida era constante. Era imposible no envidiar cariñosamente su belleza, su estilo, su mirada azul, su vaivén social. Pero era una envidia sin aristas, porque Carolina no era una bruja que hacía daño ni tampoco una esfinge inalcanzable. Tenía, tiene, una belleza cotidiana, sencilla, limpia, plagada de luz. Era la luz el elemento que la definía y todos entendían esa luz como algo natural, sin tacha. 


Cuando su vida sentimental se convirtió en un rompecabezas trágico pareció que una vestal se hundía en el barro para siempre. Nadie podía comprender cómo podía casarse con un cantamañanas y, menos aún, por qué el destino la eligió para arrebatarle, en la flor de la edad y de los sueños, al hombre que, por fin, parecía poner paz en su agitado cóctel. Fue el destino, esa circunstancia que habíamos estudiado en la lejana Grecia y que aquí se burlaba de todos, haciendo a Carolina, la diosa, representar el papel de la viuda triste, cubierta de un velo de luto que inundaba sus ojos de ese celaje imposible de limpiar con el paso del tiempo. 

No bastaron luego los actores famosos, los millonarios, los deportistas, menos aún los aristócratas, para hacernos olvidar que nos habían timado, que las cartas estaban marcadas y que ella, esa luz, se apagaba sin que ninguno pudiera hacer otra cosa que lamentarse en silencio. Al fin, todos iguales. Al fin, todos llamados a descubrir lo mismo. El dolor que es el único y es común para todos. 


El paso del tiempo no ha disipado, sin embargo, esa gentil adoración de entonces. Carolina transita por la vida despacio, como todos, y conserva algunas cosas inmarchitables, su estilo inconfundible, sus ojos azulados, su mirada serena, su porte cálido, una sonrisa dulce como de quinceañera. El dolor y los años han respetado su brillo hasta tal punto que aún todos la quieren, que sigue estando presente en los sueños, que buscan en cualquier evento anodino esa luz que la alumbra sin remedio a pesar de la vida. 

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