Sombrerísimos

Clara ha sido hecha para soñar. Y sueña cada noche con aviones que no hagan escalas sino en el aire, mezclados con las nubes y lanzando en paracaídas ejércitos de rosas.

Así lleva sombrero cada vez que se asoma a la ventana, por si ocurriera, no lo quiera Dios, que un hilo de aire sin permiso cruzara su cabeza y alborotara el pelo que antes, en forma primorosa, ha posado sobre ella con manos delicadas.

Esther entró una tarde en una confitería y halló un trozo de pastel debajo de un cristal. Y el pastel tenía encima un poco de chocolate, del que Esther se prohibe cada día. Y pensó que aquello era una señal y que podía, desde entonces, chocolatear a gusto.

Así se levantó con precaución el ala del sombrero y se asomó a la tarta, posando su lengua sobre la fina masa oscura y casi líquida y llegando a pensar que eso era el milagro que esperaba mientras paseaba en la tarde de abril.

Elvira es una mujer presurosa. Atraviesa la ciudad apenas sin verla. No tiene ojos para contemplar las acacias japonesas que jalonan su plaza. Las acacias lanzan bolitas blancas cuando el viento las mueve. Y ante ellas, enfrente de esa masa vegetal que la cerca, Elvira suela pasar con los ojos bajos, protegida por el ala de su sombrero rojo, grande, recto, tieso y sin concesiones.

Así Elvira se protege del vacío igual que lo hace Miriam, que sonríe pero no niega nada, que mira pero no tiene ganas de ver lo que hay delante y prefiere conservar lo que hay dentro y mirar las cosas que antes estaban con ella y que desaparecieron porque la vida crea pasajes ardientes sobre los cuales hay que transitar sin remedio.

Coral a veces se pregunta si alguna tarde, cuando se sienta enfrente del edificio enorme de la iglesia, verá salir de ella a alguien que le recuerde a sus padres. Se coloca justo en la mesa que dobla la esquina, así todas las perspectivas están cubiertas, porque ella, Coral, ahora se siente sola desde que ellos se fueron. Y no encuentra palabras para pedir ayuda, no tiene tiempo, ni acento, ni palabras. Si supiera cantar, dice Coral, con este acento tan cerrado, podría ser una artista famosa, sonreír y convertirme en otra cosa. Reviviría y dejaría de ser un paraíso del pasado anclado en el presente y sin futuro.

Vamos a usar sombreros, dice Adela, tenemos que ponerlos de moda. Yo soy muy frívola y soy capaz de hacerlo. Sombreros en la tarde, cuando anuncia la noche que vendrá nuestro miedo a visitarnos. Sombreros en los amaneceres, si esa luna sigue ahí vigilando. Sombreros en el día mediado con el sol en la frente. Sombreros en las bodas y los atardeceres. Sombreros en el sueño y en los brazos del otro. Sombreros que recojan trajes de raso y fieltro.

Sin otra preocupación que ser espía de la vida, que abalanzarse sobre ella y convertirse en aire, que soñar en todo lo que nunca ha conseguido pero que sus manos quieren asir, desde luego, así Ana-Luz tiene la seguridad de que no está sola en un universo en el que haya hombres que sepan abrazar cuando conviene y en el que haya mujeres que puedan sonreírse el día que ella resbala subida enormemente sobre unos zapatos que tienen diminutos botones de cristal en ambos lazos y medias de brillo transparente y una enorme luz blanca en los guantes, que reposan sobre los codos y se apoyan en la barra del bar en donde espera sin que pierda nunca la esperanza, porque sabe que esperar es el secreto y creer es esperanza aunque la vida te dé la espalda a veces.

Sombreros para cubrir los rostros de las mujeres bellas que quieren avisar de lo que son. Sombreros para escapar del sol y las mareas. Sombreros para sonreír sin ser vistas. Sombreros para engañar a los visitantes inoportunos. Sombreros para buscar lo que no se halla por mucho que lo intentes. Sombreros para calmar la vida y que no sea tan dura ni tan firme. Sombreros para amparar la ternura y hacer que se convierta en dulce de algodón, en azúcar morena. Sombreros para decir adiós si es menester. Para mentir, susurrar, despreciar, odiar y ser indiferente a lo que hay al otro lado del andén.

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