Chef, sí chef


Al hilo de la polémica sobre los becarios de Jordi Cruz me da por pensar en la cocina. Mi madre era una gran cocinera y también lo fue mi abuela y una de mis tías por parte de madre. Creo que esas son nuestras únicas glorias familiares en los fogones. Tuve una amiga, Araceli, que convertía en manjares dos tomates y medio pepino. Tenia la rara habilidad de hacer comestible cualquier cosa. Por mi parte, soy una extraña en la cocina. Y asisto con alguna perplejidad y cierto interés al espectáculo de la entronización de los chefs (antes cocineros) tanto en la pequeña pantalla como en la vida real. Me causa respeto ver el vocabulario tan elaborado que utilizan y los procedimientos tan endiablados que se inventan. En la causa de los becarios estoy porque cobren. En caso contrario, solo podría aspirar al becariato el rico con posibles y se perderían verdaderos talentos. Y, además, si todos los becarios cobran (al menos eso creo y así debería ser) ¿por qué aquí no? 


Lo que me molesta en este tema de la nueva cocina (como en el arte contemporáneo) es que me tomen el pelo. En ocasiones veo a los chefs sonrientes, dando cuenta de una sustancia que han inventado, teñida con no sé qué condimento, cocinada a tal temperatura y emplatada (Dios, qué vocablo) de una forma equidistante y absurda, y me da por pensar "este tío se está quedando conmigo". No creo que sea así porque se trata de personas rigurosas que dan mucha importancia a lo que hacen y a sí mismos, pero...Luego, vas a algún gastrobar y te ponen esos trocitos de cosas que se mueven en el fondo del plato, y esas tiras pegajosas de algas, sojas y otras zarandajas y me acuerdo, sin poderlo evitar, de las croquetas de jamón. Es un pensamiento recurrente. 


No obstante, hay algo de ritual mágico en acudir a cenar o a almorzar a un buen restaurante. Un acto de voluntad y de deseo de disfrutar. Si alguien te invita a un restaurante de esos de gran lujo está invirtiendo contigo no solo su tiempo (que a lo mejor le sobra) sino su dinero (y esto ya son palabras mayores). Imagínate que te llevan (sí, ya sé que esta expresión es muy antigua y quizá machista, pero no se me ocurre otra) a Kitcho, el japonés que dirige Kunio Tokvoka; o a Le Meurice, allá en París, con el gran Alain Ducasse; o a Masa, en Nueva York, con su chef oriental Masa Takayama; o a la Maison Pic, en Valence, con una mujer de arraigo familiar Anne-Sophie Pic; O a Ithaa, en las islas Maldivas; o al Hotel de Ville, en Suiza; o al Dorchester, en Londres, con Henry Brosi de chef; o al Schloss Schauenstein de Suiza, comandado por Andreas Caminada...A cualquiera de ellos. Imagínatelo. Yo, lo reconozco, no tengo imaginación para tanto. 


A mí me parece una acción verdaderamente interesante esa de invitar a alguien a un restaurante de lujo. Una inversión, por así decirlo. Conozco a personas que nunca se gastarían el dinero en alguien de quien no pudieran obtener algún provecho. Y no solo hablo de negocios, sino de toda clase de intereses, incluso los cocinados al fuego lento del romanticismo o de la atracción sexual. Hay gente que trabaja con una lista de personas y a cada una le asigna un papel en el concierto del ocio. Y solo a los privilegiados les toca ser invitados a restaurantes de lujo. Volviendo a mí misma, he tenido ese privilegio alguna vez pero hace ya tiempo que no debo ser rentable. 


Así que, salvo si crees en Pretty Woman (y ya te digo yo que es solo una película y no demasiado buena) o si vives en Sexo en Nueva York o si formas parte de una súper corporación económica de las que se desplazan of course en business, no creo que vayas a tener ocasión de ir a ninguno de estos súper restaurantes de lujo que te he citado, los más caros del mundo dicen. Pero no debería importante. En realidad, se trata más de un signo de distinción que de un gusto culinario. O de poder, mejor dicho. Porque hablando de verdadera distinción no habrá otra que compartir un helado de vainilla en una terraza junto al río, vestida de fucsia y en una noche trianera de San Joaquín y Santa Ana.

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