¿Existen los amores de verano?



Candela: Hace tiempo que no vivo un amor de verano.

Yo: ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo?

Candela (entornando los ojos): Toda la vida. 

Candela no ha tenido un amor de verano y me pregunta con esa mezcla de picardía y desdén si es verdad que existe. Cree en mis palabras y mi experiencia le sirve para afirmar la existencia de algo que nunca ha conocido. Este verano Candela, como los anteriores, tiene el pálpito de que las cosas van a cambiar y de que va tener una aventura definitiva. 

Yo: Voy a contarte la historia de uno de mis amores de verano, por si te sirve. Aunque nadie escarmienta en cabeza ajena y menos tú, que eres una cabezota intempestiva. Se llamaba Joaquín y era guapísimo. Tenía el pelo negro y largo, ojos verdes y una sonrisa muy irónica. La cosa duró exactamente un verano así que, realmente, puede calificarse así: un amor de verano, puro y duro. 

Candela: ¿Y qué ocurrió? ¿Cómo le conociste? ¿Por qué se terminó? 

Yo: Empezaré por el final. Se terminó porque acabó el verano, o mejor dicho, agosto. Los amores de verano nunca llegan a septiembre. Algunos parecen prolongarse artificialmente con mensajes, llamadas o cartas si hablamos del Pleistoceno. Pero es un empeño inútil. Si a Joaquín lo cambias de escenario, si las horas del día son más cortas y las noches más largas...pues ya no hay amor que valga. 

Candela: ¿Era amor, verdadero amor?

Yo: ¿Qué es el verdadero amor? Era lo suficiente amor como para pensar en él a cada rato y lo suficiente No-amor como para olvidarlo cuando el runrún de la conversación a media noche dejaba de oírse. Lo conocí a través de un amigo y fue el primer Joaquín de mi vida, porque luego hubo otro más. O antes, no lo recuerdo. Este se vestía con elegancia a pesar de que éramos muy jóvenes. Llevaba unos pantalones de lino y unos vaqueros claros que eran monísimos. Y llevaba unas camisas de manga larga de rayitas azules muy finitas, que él se arremangaba hasta el codo. Y unos zapatos azul marino, especie de náuticos, fabulosos. Era un niño pijo, ahora que lo pienso. Venía de Madrid a pasar el verano con sus primos y coincidíamos en el club. 

Candela: ¿Y qué pasó? ¿Qué hacíais? ¿Cómo era la cosa?

Yo: Nos veíamos todos los días. Los fines de semana, en sesión doble. Por la mañana, en la playa. Por la tarde, en los bailes del club. El resto de los días jugábamos al ping-pong, a juegos de mesa, escuchábamos música y charlábamos. Cuando llegaba al club, todo resplandecía. Tenía una mirada muy inteligente y los ojos destacaban detrás de unas gafas transparentes que le hacían todavía más guapo. 

Candela: ¿Y tus amigas, qué decían ellas? 

Yo: Mis amigas, como muchas amigas, o como muchas que se dan en llamar amigas, se dedicaron a fastidiarnos todo el verano. A meterse por medio, a ver si así, sacaban cacho. No había forma de espantarlas. Cuando estábamos los dos hablando siempre había alguna que aparecía con risitas e intentaba mediar en la charla. En el cine, había que tener mucho cuidado por si alguna de esas mosconas oportunistas se plantaba en la silla de en medio. Y no te digo nada en los bailes, en los bailes era un tormento. Eran depredadoras. 

Candela: ¿Pero a él le gustabas tú, no? ¿Hacía caso a las otras, a pesar de todo?

Yo: Claro que le gustaba, pero tampoco era cosa de ponerse a despreciar a chicas que no estaban mal y que, quién sabe, a lo mejor algún otro verano podían ponerse a tiro. Yo le gustaba en ese verano y los demás veranos, Dios diría. Así que Joaquín se dejaba querer y adorar, que eso a los tíos les encanta. 

Candela: ¿Cómo terminó todo?

Yo: Ya te digo. Agostó acabó y acabó el verano y se volvió a Madrid, a su casa familiar y a sus estudios. Nos llamamos durante dos semanas y luego cada cual volvió a sus menesteres y se finalizó por extinción el incendio. A mí me había gustado mucho pero no era el amor de mi vida. O lo fue. Pero solo dos meses. Esos son los amores de verano. 

Candela: Mola. Quiero uno. 


(Imágenes de Jack Vettriano) 

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