¿Por qué los hombres son infieles?


 Olimpia Dukakis se preguntaba en "Hechizo de luna" por qué los hombres son infieles. Sobre todo, decía ella, llegados a una cierta edad. Esa pregunta venía al pelo, porque su marido, en la sesentena, le ponía morritos a una choni más joven que él (tampoco demasiado), con pelo cardado y jersey de angorina. El marido de Olimpia le regalaba a su "amorcito" unas pulseras muy llamativas llenas de estrellitas doradas. Ni que decir tiene que resultaba hasta patético ver a este hombre haciendo el adolescente con una señora que tenía toda la intención de esquilmarle el bolsillo. Sin embargo, él estaba convencido de que la susodicha lo quería y lo buscaba por su atractivo físico. 

En estas cábalas andaba ella cuando tropieza una noche cenando sola en un restaurante (mientras su marido afanaba estrellitas con la choni del jersey de angorina) con una escena que la deja atónita. En la mesa de la lado hay un señor de la edad de su marido que discute acaloradamente con una jovencita (esta sí, veinteañera). La discusión termina cuando la chica le lanza por encima un vaso de agua (o de vino, no recuerdo), y el hombre (a la sazón, profesor de la muchacha), se queda con dos palmos de narices, medio sonriente, medio avergonzado. Entonces, ambos, Olimpia y el señor, cenan juntos y ella, con la sorna habitual que gasta en esa película le pregunta por qué va con chicas tan jóvenes, si sabe que acaba mal siempre esa historia. Le hace ver, aunque no lo dice por prudencia, lo ridículo que resulta y lo absurdo. Sin embargo, no obtiene respuesta a su pregunta. Por qué los hombres son infieles y, normalmente, a determinada edad y con chicas muy jóvenes. 

Una noche se hace la luz. Su yerno (que luego no será), después de volver de improviso de Italia de ver a su madre que supuestamente estaba muy enferma y luego se cura milagrosamente al enterarse de que su hijo va a casarse, llega a la casa y ella, Olimpia, que ya no sabe adónde volver los ojos con su pregunta, se la formula también a él. Y entonces sucede el milagro. Porque, entre las atolondradas respuestas que el yerno le devuelve está una que ella reconoce como cierta. Sí, es esto, esto es exactamente así. Oh, es la respuesta que esperaba. Los hombres son infieles a las mujeres (y dejan a sus parejas y se marchan con otras más jóvenes y así van sumando juventudes a la rueda y acaban saliendo con amigas de sus nietas) porque tienen miedo. Miedo a la vejez y, sobre todo, a la muerte. Toda la infidelidad se basa en el miedo. Están asustados. Son seres asustados. Una mujer más joven les devuelve, aunque sea por algún tiempo, un extraño y efímero convencimiento de que la vida no se les escapa, que es posible una prórroga, que pueden seguir siendo atractivos y deseables. Que, todavía, no van a morirse. Una respuesta sencilla a un enigma eterno. 


No acaba aquí la cosa. Olimpia le dice a Cosmo, su marido: Cosmo, por mucho que me engañes con unas y otras vas a morirte igual. Eso sí es filosofía, conocimiento, sentido común y, por mucho que no lo entendáis, optimismo. 

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