Vestirse de tristeza


Nada hay tan difícil de disfrazar como la tristeza. Es una gasa suave en ocasiones, otras sin embargo es una manta dura y complicada de llevar. También aparece en forma de sombrero oscuro que tapa el rostro y solo deja al descubierto un ojo, el de las lágrimas. Puedes verla como una amapola prendida en el ojal, una cosa tan efímera que dura el tiempo que el temporal arrecie. La tristeza es, a veces, una emoción que tiene nombre y que sacudes con las manos de tu falda impoluta y que guardas en el desván en otras ocasiones. No se puede negar su existencia pero sí disimular y el disimulo es una forma de negación que aturde y que termina siendo parte de ti, tu otra naturaleza, tu otro yo, la nada. 


Te preguntas incrédula por qué te aborda en medio de la calle o en el transcurso de una tibia conversación telefónica cuando alguien te pregunta, con voz desinteresada, si es verdad que todo te va tan mal como parece. Te atrapa si piensas en el paso del tiempo y en las ausencias que la vida acarrea. Pero te desnuda ante ti misma al considerar que peor es no contemplar cómo las horas cambian la fisonomía de las calles y cómo las ciudades se transmutan en seres fantasmales al llegar el invierno. La tristeza no entiende de estaciones y su retrato fiel, las lágrimas, aparecen sin ser invitadas al party de tu vida, así como quien no quiere, así como quien baila, así como quien vive sin tenerlo tan claro como ella. 

(Fotografías de Peter Lindbergh, 1944)

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