Guantes rojos para apagar el frío


A Carlos   W. F.,  el farero, dondequiera que esté

Candela me cuenta que le ha ocurrido alguna vez. Y siempre con las mismas personas. No solo hombres, también mujeres. Durante algún tiempo Candela creía en la amistad con los hombres. Pensaba que eran más nobles, sinceros, sencillos. Ahora tiene esplendorosas dudas. Desde luego se ha dado cuenta de que ella ha visto más de lo que existía, que ha compuesto un retrato que no siempre se correspondía con la realidad. Candela aprecia la amistad más que nada y eso la lleva a pensar que la gente es más amiga de lo que parece. Pero está entendiendo que se equivoca. Últimamente se fija mucho en las reacciones de quienes, de una forma o de otra, la aplastan con sus opiniones, bajo ese prurito absurdo de querer hacerle una crítica constructiva. Está harta de las críticas, dice, y no quiere que nadie le construya nada, porque lo mejor que pueden hacer para que ella aprenda sus errores y los modifique es darle más cariño y tener más fe en su persona. 

Hay gente, le digo, mientras nos sentamos en mi plaza, debajo de un radiante sol que disimulan las pérgolas de buganvillas, que no se da cuenta cuando hiere. Te deja una herida con su comentario o con su mirada y es una fina herida que tarda en sanar. Una daga que se clava lentamente. Quizá no quieren hacerlo, quizá es que son así, pero, la pregunta es...¿queremos sentir ese dolor agudo de vez en cuando? Candela, al pensar mi pregunta, responde que no, que en otros momentos se hubiera culpado ella misma de que se dieran esas circunstancias pero que ahora sabe que no quiere más daño que el que la vida, sin paliativos, le cause. Así que ha decidido pasar de estiletes. Y se ha comprado unos guantes. Monísimos, es cierto, rojos y de piel. Parece ahora mismo Brigitte Bardot (en la foto) durante sus mejores años. 

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