Mejor "adiós" que llanto

Es el tema de los últimos días, con permiso de la formación de gobierno. El tema de corrillos, el tema del llamado periodismo de corazón. Puede parecer frívolo pero yo creo que no es ninguna tontería. Porque una ruptura siempre es dolorosa y esta encierra algunas claves que me hacen pensar, en esta nueva entrada de mi blog El roperito, ese que creé para que lo superficial apareciera con toda su blanca ligereza amable y, quién sabe, también profunda, aunque pueda aparecer una contradicción. 

María Teresa Campos, prestigiosa comunicadora, ha mantenido una relación amorosa durante casi seis años con Edmundo Arrocet, cómico entre otras ocupaciones en el mundo del espectáculo. Hasta ahí todo bien. Los comentaristas de la cosa han venido anunciando en plan agorero que eso se iba a acabar, que no podía ser, que él no ha actuado como se debe, etc. En voz baja se habrán deslizado, seguro, otros comentarios menos amables y comprensivos. Puede que se haya cuestionado la edad de ambos, ocho años más tiene la dama. Quizá se haya dicho que, a esas edades, ni uno ni otro anda para amoríos, que es un capítulo que debería estar acabado. A lo mejor se ha comentado que la familia de los dos, sobre todo de ella, dos hijas súper famosas, han intervenido demasiado en la relación. Pero lo que ha sobrevolado todo esto ha sido una idea: él estaba con ella por el interés y ella lo ha aceptado resignada, sufriendo lo indecible, a cambio de no estar sola, con todo lo que eso significa. 

Sé que se desprecia este concepto. Hay gente que va de moderno y atrevido que lanza a diestro y siniestro la idea de que las mujeres pueden y deben aceptar la soledad, que no hay por qué tener un hombre al lado, etc. Pero yo comprendo a María Teresa. La comprendo, sobre todo después de leer el texto que acompaña a la exclusiva que ha concedido estos días a "Hola": "He llorado mucho porque él era mi compañía..." Cuando se está bien acompañada no se entiende lo que esto significa. No se entiende que sea tan importante tener a alguien al lado a quien puedas contar tus cosas, que te pueda escuchar en tus problemas, que te acompañe al médico, que te pregunte cómo estás, que te arrope y te oiga en tus manías. Cuando se está bien acompañada todo esto parece una tontería. Pero quizá para algunas personas, yo diría que muchas, no lo es. La compañía es la antesala de la conversación, y la compañía del alma, es la forma en que la conversación del alma se expresa. Es muy duro guardarse dentro lo que uno siente en lo íntimo. No valen los hijos, porque a ellos siempre se les ocultan las penas. No valen los amigos porque los amigos tienen, cada uno de ellos, sus propias cuitas. Y esos intercambios entre amigos tienen un límite. Lo que María Teresa quiere decir es que habían llegado a un grado de complicidad que sobrepasaba lo que se puede mantener con otras personas. Por eso la entiendo. Porque la decepción ha debido ser dura. 

Pero, quizá, ella se ha estado equivocando todo el tiempo. Quizá no eran las cosas como parecían. Quizá ella veía lo que quería ver. Quizá disculpaba las ausencias y los desaires en orden a mantener el bien mayor de su relación. Ella quería que ese hombre estuviera a su lado, no solo porque "viste" sino porque era alguien que vivía con y para ella. Ese, quizá, fue su error. No da la impresión, a tenor del desarrollo y, sobre todo, del final, que haya sido cierto. Los errores de percepción son muy comunes en las relaciones humanas. Tú eres de una manera, te entregas, buscas, te engañas y luego sufres. Creo que es cierto lo que cuenta María Teresa y que ha llorado lo indecible. Y, como curiosidad, el que termina rompiendo la relación es él, seguramente porque esos llantos llevaban consigo miles de reproches. Y, al mismo tiempo que él no podía soportar ese intento de coartar su libertad, ella no podía permitir que su dignidad siguiera en entredicho ante ella misma. Ella no tenía más lágrimas y, sobre todo, no tenía más fuerza para verse en el espejo del papel en el que se había colocado: una mujer regañona, quejosa, triste y llorica. 

Por eso, el adiós es la tirita sobre la herida. Ahora llorará con motivos pero podrá, por primera vez en mucho tiempo, dejar de culparse a sí misma o de avergonzarse de sus actos. Porque después del desamor y el desengaño viene el ridículo. Y esto, una dama no debería permitírselo. 

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