La fidelidad está sobrevalorada


Las dos amigas hablaban apaciblemente en una de esas tardes sevillanas que anticipan el gozo. Las estaciones se suceden aquí en una perfecta sincronía, en un movimiento pendular que no se puede  detener. Aunque, al fin, ya lo sabes, todo es primavera. Incluso la primavera se proclama ella misma víspera o promesa. Todo es esperar algo que está a punto de ocurrir. Y, que si no ocurre, como hoy, te dejará una herida. 

Las dos amigas hablaban del amor. De qué otra cosa si no se podría hablar en esa tarde abierta al sol junto a una plaza circular y llena de locales que ofrecen al cliente no solo bebida, ruido o bienestar, sino miradas, gestos y un movimiento palpable de cuerpos que quieren acercarse, como un batallón de soldados al límite. Las dos amigas eran conscientes de todo mientras compartían confidencias y reflexionaban sobre la naturaleza de aquello que más les importa: el sentimiento amoroso, la entrega, la vida en el otro, al fin y al cabo. 

Ellas son muy distintas pero coinciden en que lo mejor de todo es la pasión amorosa, que nadie debería desconocer y que tendría que ser obligatoria, de serie, sin duda. Que, si fuera posible, no tendría que acabarse. Pero las dos conocen el fin de la pasión y el comienzo del tedio y la permanencia del cariño. En una perfecta elipse abordan aquello que más les intriga: el encuentro amoroso fuera de toda norma, de toda convivencia, al aire, solo. Hablan de la fidelidad, de los amantes, del brote del deseo. Ambas concluyen, sin demasiado esfuerzo, que ser fieles no es un mérito, ni un logro ni una lucha. Es una consecuencia. De sentir, lo primero. Y de ser, lo segundo. 

Para una de ellas, esa fidelidad es atributo innecesario, marchamo que ni está ni se le espera. Para la otra, ser fiel es la manera en que su cuerpo responde solamente al hombre que ama. Y aquí tienes un hombre que te ama, dijo Browning. Ella espera (de nuevo la palabra) que un día esta frase esté en labios de él. Pasión u olvido. No queda otra ecuación. 

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