Vestir la tristeza

(Ilustración: Sophie Griotto)

En las tardes largas del invierno ella me contaba historias que inventaba sobre la marcha. Casi todas hablaban de mujeres tristes. Ella misma era una mujer triste, que ocultaba la tristeza con una capa poderosa de risa y de ingenio. Todas las personas tristes intentan convertirse en lo que no son porque la tristeza cansa. Agota. En esas tardes, conversábamos sobre la vida de las mujeres que conocíamos y de otras cuya existencia solo había llegado hasta mí a través de sus relatos. Eran cuentos que nada tenían que ver con finales felices. Eran realidades que se tamizaban con su baño de ironía, su sonrisa complaciente y esa forma generosa de mover las manos. Parecía una representación teatral con su telón y todo. El telón tenía dibujadas unas rosas. Eran rosas de Francia, esas pequeñitas, de intenso olor, como las que cruzaban nuestros arriates, cuando todavía la casa conservaba su jardín. El día en que ese jardín se perdió, cuando amanecimos sin la fresca claridad que aportaba, ella también se mustió un poco. Como sus plantas, porque siempre decía que no había mayor tristeza que una flor cortada. 

En esas horas densas del invierno, cuando el sol poniente desaparecía restallando sobre montículos de sal endurecida por las horas del mediodía y rodeada de charcos grises y asustados, ella ponía en el aire las vidas de esas gentes a las que miraba con interés, porque todas las vidas humanas le parecían un milagro y porque en todas hallaba una fuente de palabras. Sus historias sonaban densas y terribles en medio de la oscuridad de la casa, alumbrada tibiamente por las luces indirectas, porque la claridad completa rompía el hechizo del momento. Sentadas en nuestro rincón favorito, con las mantas de cuadros escoceses sobre las rodillas, junto a un jarrón de prímulas azules cuyo polen volaba directamente a la nariz, ella me habló de cómo la tristeza debía vestirse con ropas fulgurantes que hicieran olvidar a los demás el fondo gris del alma. El alma, para ella, era un lugar recóndito en el que estaban el tiempo, el pasado, el porvenir y el angosto presente. Vivir era difícil pero más aún hacerlo sin ilusión alguna, decía. Bienvenida la tristeza que evita el hastío, afirmaba. Mejor sentir aunque sea sin esperanzas, porque el no sentir es lo que más desespera al espíritu. Entreveraba sus palabras con otras de poetas a los que quería y movía las manos, esas manos, trazando en la atmósfera un cuadro inacabado. 

Sospecho que quería decirme, aunque no fue capaz, que a veces la tristeza tiene rostro, que pesa demasiado, que se instala y no quiere marcharse. Que es un vestido inopinado, un traje que se ajusta a tu cuerpo y ya no hay forma de que se desprenda. Solo los besos, solo el rito innombrado de los besos, solo los besos hondos, los besos solamente, solo ellos conjuran el sonido metálico de la tristeza anclada en cualquier parte. 

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